domingo, 3 de diciembre de 2017

Lavandería. Por María Ferreyra


En una lavandería el jabón es oro. Por eso lo dosificamos con cuidado, si no fuera en polvo lo usaríamos con cuentagotas. En la barra de allá arriba colgamos los encargos terminados de tintorería envueltos con papel madera. En los estantes, la ropa de lavado y secado, doblada aún tibia y metida dentro de bolsas traslúcidas que nos permiten ver los estampados y encontrarlos más rápidamente. Al fondo, debajo de la ropa de tintorería, están las tareas pendientes de costura y arreglos. Una pared está cubierta de las hileras de lavarropas; las turbinas de nuestro local son esos aparatos rumiantes. Ya pasaron las siete de la tarde, aún entra luz de la calle. Luz de sol, oblicua sobre la ropa recién planchada. Todo huele a limpio. Tengo una frazada enorme sobre la falda. Cae hasta el suelo y sigue. El gato se acomodó en una punta y duerme en forma de ovillo. El trabajo es tan lento, tan minucioso que no llegan a despertarlo mis movimientos. Le estoy hilvanando un reborde dorado a la frazada. Uso un dedal con dibujos antiguos del mismo color.

Voy a remar todos los sábados. Madrugo y preparo un té a las corridas. Esperar no es mi fuerte, mi desayuno espera en otro lado, a media mañana cerca del río. Ahí pido el jugo de frutas, las tostadas con queso blanco y mermelada de guinda. Voy como un ganso orgulloso hacia el río, me calzo el chaleco naranja para salvarme la vida.
Hace unos meses me reencontré con este deporte. Desde entonces, mi bote es una mascota silenciosa, tiro de su soga para arrimarlo a la orilla, lo arrastro hacia el muelle, subo, descuelgo los remos a cada lado y elongo hasta donde me lo permite el espacio. Miro hacia adelante, cada tanto me queda la vista a la altura de mis zapatillas rosas, tengo pasto en los cordones. Dentro del bote hay barro, restos de tierra de otros paseos. La respiración dirige todo: las acciones de mi cuerpo, mis brazos, mis latidos y, casi, mi pensamiento. Fluye un río dentro de mí, yo soy mi propio bote. Remo, dando puntadas en el delta. Vacío mis pulmones, los lleno de aire. Levanto la cabeza, allá están mis compañeras con sus chalecos naranjas, moviéndose al compás. Son horas de río, de costas con árboles llorones, nubes de mosquitas. Una casa, otra casa, las mismas casas de todos los sábados. Pasto largo. Pasto corto. Verde. Amarillo. Con escarcha. Varía según la estación. Sigo algunas historias de esas islas como una telenovela con personajes cuyos nombres nunca sabré. Me froto las manos y remo. Recuerdo las primeras veces que salí al río, de la instructora del club al que iba cuando era chica.

En algunas islas no hay casas ni gente. Hay territorios que no han sido tocados por la civilización. Detrás de esos juncos debe haber jabalíes y ciervos. Mojarras, palmeras y musgo. Tengo la misma reserva que con las casas de familia: mi paso dura tan sólo unas remadas. Cuando les doy la espalda, un ciervo me ve partir entre las ramas, me ha visto, me ha visto.
Algunos peces se asoman a comer bichitos de la superficie. Pasa algo en mi cuerpo. Una electricidad que me hace retomar, mirar la proa y dar velocidad. O más que velocidad, le pongo empeño. Respiro, mis brazos reman profunda, marcadamente.
Cuando llego otra vez al inicio del circuito, dejo el bote, camino por el muelle sacándome el chaleco, vuelvo al puerto. Se me mojó hasta la ropa interior, tengo las manos sucias, la cara transpirada. Soy feliz. Llego a casa, junto la ropa en bolsas de supermercado y voy hasta la lavandería antes de que cierre, todos los sábados a la misma hora.

Tenés unos inmensos ojos redondos. En cuanto abrís la puerta, dejo mis tareas de costura. Estamos a un par de metros de distancia, nos separa una extensa mesa forrada con una tela celeste que acá usamos para apilar la ropa doblada, o para planchar puños y cuellos de camisas, volados de polleras. Te cuesta adivinar mi edad, si soy la dueña, si hablo español. Tengo el pelo negro. Liso y corto. Soy mi propia peluquera. Vos me seguís mirando. No decís nada, entonces, no te basta con que me haya puesto de pie. Me da pudor. Te digo con torpeza que mi madre -la mujer que esperabas encontrar- enseguida vuelve. Ella es la encargada de la lavandería. Te quedás observando las decenas de trajes colgados, de bolsas de ropa limpia. ¿Será que te pasa algo? Entonces, repito la oración en buen español y agrego: “Perdón, ¿querés volver más tarde?”.
Mirás el reloj y te vas. Le doy una vuelta a la llave. Meto las manos en los bolsillos anchos de mi delantal de trabajo. Veo la calle a través del vidrio, ya oscureció. Sobre la vereda titilan las luces de los autos. Regreso a mi tarea con la frazada que luego coseremos a máquina. Me vuelvo a acordar de vos. Levanto la vista y me acerco a la puerta. En el suelo, junto al lavarropas, dejaste dos bolsas con cosas para lavado y secado. Las abro, sólo ropa húmeda, algunas prendas con pasto. En el vapor de la lavandería se intensifica ese olor a río.
Respiro profundo y vuelvo al hilvanado. Me hubiera gustado que llegues con el chaleco naranja. Te hubiera preguntado de dónde venías. Quién sos. Hasta te hubiera dicho mi nombre.


*ambos cuentos que adjunto están incluidos en mi reciente libro de cuentos, “Mantenlo prendido”, editado por Peces de Ciudad en octubre de 2017 (con la segunda edición por salir de imprenta!).


María Ferreyra (México, 1980). Nació en el distrito federal mexicano, se crió en Avellaneda y vive en la Ciudad de Buenos Aires. Hace varios años eligió el psicoanálisis de profesión y como uno de sus modos favoritos de leer la vida.
Publicó algunos cuentos: en el Suplemento Cultura del diario Perfil, en una revista de la UNAM (México), y en tres antologías: Escritoras Argentinas Entre Límites (2007), en la Antología de Cuento Digital Premio Itaú 2012, y en la antología “El otro lado de las cosas 2016”.
Coordina talleres de narrativa, y postea en su blog mferreyra.blogspot.com.

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